lunes, 9 de julio de 2012

"Aquel recuerdo volvía con frecuencia a su memoria, a medida que los años iban debilitando el manantial, porque nunca pudo resignarse a que el dejara mojado el borde de la taza cada vez que la usaba. El doctor Urbino trataba de convencerla, con argumentos fáciles de entender por quien quisiera entenderlos, de que aquel accidente no se repetía a diario por descuido suyo, como ella insistía, sino por una razón orgánica: su manantial de joven era tan definido y directo, que en el colegio había ganado varios torneos de puntería para llenar botellas, pero con los usos de la edad no sólo fue decayendo, sino que se hizo oblicuo, se ramificaba, y se volvió por fin una fuente de fantasía imposible de dirigir, a pesar de los muchos esfuerzos que él hacia por enderezarlo. Decía: “El inodoro tuvo que ser inventado por alguien que no sabía nada de hombres”. Contribuía a la paz doméstica con un acto cotidiano que era más de humillación que de humildad: secaba con papel higiénico los bordes de la taza cada vez que la usaba. Ella lo sabía, pero nunca decía nada mientras no eran demasiado evidentes los vapores amoniacales dentro del baño, y entonces los proclamaba como el descubrimiento de un crimen: “Esto apesta a criadero de conejos”. En vísperas de la vejez, el mismo estorbo del cuerpo le inspiró al doctor Urbino la solución final: orinaba sentado, como ella, lo cual dejaba la taza limpia, y además lo dejaba a él en estado de gracia."

Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera

No hay comentarios:

Publicar un comentario